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Cuando recuerdo tus lágrimas, anhelo tener la alegría de volver a verte. ¿Cómo he de olvidar la sinceridad de tu fe, que es como la que animó a tu madre Eunice y a tu abuela Loida? Estoy seguro de que es así.

Por eso te aconsejo que avives la llama del don que Dios te dio cuando puse las manos sobre ti.

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